La evolución ha dotado a los organismos unicelulares y pluricelulares de varios mecanismos de supervivencia. Uno de ellos es el de “crecimiento y protección”, que provoca dos movimientos a nivel celular, el de acercamiento y el de alejamiento.

Señal vital

“Estos movimientos opuestos definen las dos respuestas celulares básicas a los estímulos del entorno. La aproximación a una señal vital, como los nutrientes, caracteriza la respuesta de crecimiento; el alejamiento de una señal amenazadora, como las toxinas, caracteriza la reacción de protección. Hay que señalar también que algunos de los estímulos del entorno son neutros y que no provocan ni una reacción de crecimiento ni una reacción de protección.”[1]

Modo mantenimiento

Este mecanismo lo viven todos los organismos vivos, incluido el ser humano. Debido a este mecanismo, las células sólo pueden permanecer en “modo protección” o “modo crecimiento” al mismo tiempo, de manera que cuando el organismo está en protección no se puede estar en crecimiento. El cuerpo se autorregula de manera que cuando los estímulos internos o externos advierten de que hay un peligro, inhiben las funciones de crecimiento para ahorrar energía y poderla dedicar a la protección.

“Por suerte, […], al contrario que en las células individuales, las respuestas de crecimiento y protección de los organismos multicelulares (por ejemplo, el ser humano) no son excluyentes: no es necesario que los cincuenta billones de células de nuestro organismo tengan que estar en fase de crecimiento o protección al mismo tiempo. La proporción de células que adoptan u otro tipo de respuesta depende de la gravedad de la amenaza que se perciba. Puedes sobrevivir a la tensión que provoca una de estas amenazas, pero la inhibición crónica compromete de forma grave tu vitalidad. […] Para prosperar de verdad, no solo debemos eliminar los agentes estresantes, sino también buscar de modo activo la alegría y el amor, y llenar nuestra vida de estímulos que desencadenen los procesos de crecimiento”.[2]

Para llevar a cabo estas funciones de manera eficaz, la relación del cuerpo con el entorno está regulada por el sistema nervioso, encargado de captar, recoger, reconocer e interpretar las señales externas e internas para decidir si las situaciones son potencialmente peligrosas o potencialmente nutritivas y cómo actuar ante ellas (de nuevo nos encontramos con la dualidad protección-crecimiento o supervivencia-evolución).

“El cuerpo consta de dos sistemas de protección diferentes, ambos esenciales para la conservación de la vida. El primero es el sistema que pone en marcha la protección contra las amenazas externas (el otro es el sistema inmunológico). Se denomina eje HPA (hipotálamo-hipofisiario-suprarrenal). Cuando no existen amenazas, el eje HPA permanece inactivo y el crecimiento florece. Sin embargo, cuando el hipotálamo cerebral percibe una amenaza en el entorno, activa el eje HPA. […] El hipotálamo segrega un factor liberador de corticotropina (CRF) en respuesta a la señal de alerta registrada por el cerebro; este factor viaja por el torrente sanguíneo hasta la glándula hipofisiaria, donde activa unas células especiales que liberan corticotropina en sangre. La corticotropina viaja hasta las células suprarrenales, donde sirve como señal para la secreción de las hormonas de “huida o lucha”.

[…] Una vez que suena la alarma suprarrenal, las hormonas se liberan en los vasos sanguíneos y constriñen sus paredes en el aparato digestivo, obligando a la sangre cargada de nutrientes a encaminarse hacia las extremidades, los miembros encargados de ponernos fuera de peligro. […] La redistribución de la sangre visceral hacia las extremidades durante la respuesta de huida o lucha tiene como consecuencia la inhibición de las funciones relacionadas con el crecimiento, ya que, sin la sangre, las vísceras no pueden ejercer su función de la forma apropiada.”[3]

Como se puede ver, desde una perspectiva fisiológica la protección prima sobre el crecimiento. Del mismo modo, en condiciones de estrés emocional, la protección prima sobre la evolución. Es decir, que en situaciones interpretadas como estresantes (sea la percepción real o no), el ego va a activarse en detrimento de la consciencia. El problema surge cuando la persona vive permanentemente en estado de estrés, porque ahí el ego siempre trata de estar presente para afrontar la situación, ya que su función es esa: proteger. ¿Qué sucede cuando se mantiene un estado de estrés permanente con el eje HPA y las glándulas suprarrenales activas veinticuatro horas al día?, que el estado de alerta fisiológico es continuo y el estado de alerta emocional también, aunque no seamos consciente de ello, por lo que el ego está siempre presente en modo supervivencia y la consciencia no tiene su lugar para activar el modo evolución.

Este proceso de alerta constante requiere al cuerpo un consumo de energía alto, al igual que el ego consume gran cantidad de energía psíquica. El cerebro percibe que la situación es peligrosa, por lo que, para dedicar la mayor energía posible a la supervivencia y protección, inhibe otras funciones no vitales en ese momento entre las que están el funcionamiento del sistema inmunológico, que es el sistema de protección corporal interno.

“Por tanto, una consecuencia secundaria de la activación del eje HPA (hipotálamo-hipófisis-glándulas suprarrenales) es la reducción de nuestra capacidad de luchar contra las enfermedades.

La activación del eje HPA también disminuye nuestra capacidad de pensar con claridad. El procesamiento de la información en el cerebro anterior, el centro de razonamiento lógico, es bastante más lenta que la actividad refleja controlada por el cerebelo. En una emergencia, cuanto más rápidamente se procese la información, más probabilidades tendrá el organismo de sobrevivir. Las hormonas adrenales del estrés constriñen los vasos sanguíneos del cerebro anterior para reducir su funcionamiento. Además, estas hormonas frenan también la actividad de la corteza prefrontal, el centro de la actividad y el pensamiento consciente. Durante una emergencia, el flujo vascular y hormonal nutre el cerebelo, la fuente de los reflejos instintivos vitales que con más eficacia controla la respuesta de huida o lucha. Aunque es necesario para la supervivencia que las señales de estrés repriman la mente consciente, que tiene un procesamiento más lento, todo eso tiene un precio. La disminución de la consciencia y la reducción de la inteligencia (Takamatsu et al., 2003; Arnsten y Goldman-Rakic, 1998; Goldstein et al., 1996).”[4]

Las dinámicas de vida actuales, las elevadas exigencias laborales, familiares, de pareja, de vida social, el exceso de actividades para darle sentido a la vida diaria, el consumo de excitantes y el uso inadecuado de las redes y sistemas digitales, el ritmo acelerado cotidiano y las circunstancias psicosociales y emocionales individuales, mantienen al organismo en un estado de estrés elevado, que el cuerpo afronta como una señal de amenaza, con la activación del mecanismo diseñado para la protección, el eje HPA (hipotálamo-hipófisis-glándulas suprarrenales). Este mecanismo dispone al cuerpo para una reacción natural de lucha o huida que, teniendo en cuenta la “circunstancias peligrosas cotidianas”, no termina de materializarse, ya que no se puede luchar físicamente ni tampoco huir de las circunstancias cotidianas, al menos no de la mayoría. La consecuencia es una activación crónica del eje HPA y una elevación crónica de las hormonas del estrés (cortisol y otras), con sus consecuentes efectos a muchos niveles en el cuerpo y el cerebro.

Se han realizado investigaciones que apuntan al hecho de que las hormonas del estrés provocan la inhibición del crecimiento neuronal y que esta es una causa de depresión. Si bien el estrés es importante para responder adecuadamente a situaciones de supervivencia, cuando se cronifica o se activa de manera inadecuada es un verdadero problema.

“La cara mala de la moneda aparece cuando nuestro cuerpo recibe estímulos continuos debidos a percepciones erróneas (por desgracia nuestros sistemas de control del estrés no distinguen si una respuesta cerebral deriva de un miedo imaginario o real) o una tristeza de la que no conseguimos liberarnos. […] En estas situaciones, la respuesta al estrés se vuelve crónica y provoca una liberación continua de un glucocorticoide suprarrenal: el cortisol. La hiperestimulación provocada por esta hormona está directamente relacionada con daños importantes y cambios funcionales duraderos en el cerebro.

[…] Se cree que estas reacciones cerebrales contribuyen a la creación de vías estructuradas relacionadas con el estrés entre el hipocampo y la amígdala, que dan como resultado un comportamiento pernicioso y repetitivo que mantiene una perpetua reacción de huida o lucha en el cerebro. […] También perjudican a los niños: los niños que desarrollan conductas propias del estrés crónico son más propensos a padecer deficiencias de aprendizaje y disfunciones psicológicas, como la ansiedad y los trastornos del estado del ánimo, a lo largo de la vida (Chetty et al., 2014).

El estrés crónico también deprime el sistema inmunológico, debido al deterioro de la función de los receptores de glucocorticoides, que normalmente se utilizan para inhibir o anular la respuesta inflamatoria. Con esta acción se pretende conservar la energía corporal para ejecutar una reacción de lucha o huida de lo que la mente percibe como una situación estresante que pone la vida en peligro. La inutilización de estos receptores inmunológicos da como resultado una disfunción conocida como Síndrome de Resistencia a Glucocorticoides (SRC), en el que se incrementan la duración y la intensidad de la respuesta inflamatoria, lo que aumenta el riesgo de asma y otras enfermedades autoinmunes y promueve la aparición y el progreso de enfermedades inflamatorias crónicas, como las enfermedades cardiovasculares, el cáncer y la diabetes tipo II […] (Cohen et al., 2012).”[5]

En todas estas referencias extraídas del libro La biología de la creencia, escrito por el doctor Bruce H. Lipton en el año 2005, se puede ver cómo los estados de estrés afectan de manera inequívoca al plano corporal: aparato digestivo, sistema circulatorio, sistema inmunológico, cerebro, etcétera, incluidas funciones mentales necesarias para mantenerse en un estado de consciencia e intelectual equilibrados. Cuando el cerebro percibe (o cree percibir, sea consciente o inconscientemente) un peligro, aparte de las reacciones comentadas hasta ahora, aparece la emoción del miedo, que es el principal alimento del ego. La exposición a factores externos provocadores de miedo ya ha sido comentada, pero ¿y los factores internos creadores de miedo?, ¿aquellos que tienen que ver con el plano mental y emocional?, ¿con la programación interior de la persona? Estos son tanto o más importantes que los factores externos y, la mayoría de las veces, permanecen en el plano inconsciente, por lo que no son detectables, aunque no por ello dejan de tener su efecto en todos los planos de la persona (físico, energético, emocional, mental, trascendente y relacional).

Si bien hay muchas dinámicas de la vida cotidiana que no se pueden cambiar, sí hay acciones que pueden ayudar a bajar los niveles de activación del eje HPA y, con ello, reducir el estrés diario habitual. Actividades como la relajación, el yoga, la actividad física equilibrada, meditación, senderismo, aficiones de índole manual, música, lectura, actividades que impliquen relaciones sociales sanas y otras muchas acciones, realizadas de manera serena, equilibrada y sana, contribuyen a reducir los niveles de estrés y sus consecuencias negativas. Pero para reducir el estrés interno relacionado con la emocionalidad y la mentalidad hay que hacerse un planteamiento un poco más profundo: ¿qué me causa estrés emocional o mental?, ¿qué aspectos de mi personalidad son estresantes para mí?, entramos aquí en el fascinante mundo de las emociones…

“Puesto que aferrarnos a nuestros miedos y nuestro dolor es un determinante causal fundamental en la generación de comportamientos de estrés crónico, ¿es posible que el amor, el polo opuesto al miedo, pueda ser un antídoto para el estrés y acabar con las enfermedades que produce?

Utilizando la resonancia magnética funcional para monitorizar la respuesta cerebral, los investigadores de la Universidad de Exeter buscaron la respuesta a esta pregunta. […] Los investigadores formularon la hipótesis de que la respuesta neurológica a las imágenes de amor anula los mecanismos cerebrales activados por el miedo. Citando el síndrome de estrés postraumático, que se caracteriza por una atención hipervigilante en busca de una amenaza, la jefa de la investigación, Anke Karl, afirmó: “estos nuevos resultados de investigación podrían ayudarnos a explicar, por ejemplo, por qué el éxito en la recuperación de un trauma psicológico guarda tanta relación con el nivel alto de apoyo social de los individuos que lo padecen”.

[…] La creación de vínculos amorosos asegura a la gente que, cuando se nos presente una amenaza, habrá alguien que nos arroje un salvavidas. Eso nos libera […] de la necesidad de observar nuestras vidas a través de un filtro de miedo, porque sabremos que tendremos un apoyo incondicional.”[6]

Como se puede apreciar en estas investigaciones, el sentimiento de amor y protección inhibe factores de estrés y de miedo. El mundo de la medicina convencional no es ajeno a esta comprensión. Baste como ejemplo la máxima que preside despachos y centros de salud: “Si puedes curar, cura. Si no puedes curar, alivia. Si no puedes aliviar, consuela. Si no puedes consolar, acompaña”. ¿No hace referencia al amor?

Al dar con esta solución, de nuevo nos encontramos en una disyuntiva, pues modos de amar hay muchos y no todos son sanos. Y, además, está el amor de los otros y el amor que una misma persona puede sentir, ofrecer y darse a sí misma. El amor puede ser vivido de infinitas maneras, según factores culturales, éticos, sociológicos, educativos, familiares, trascedentes… Para simplificar podría decirse que hay un amor que nace del ego, otro que nace de la consciencia y otro que nace del alma. Hablamos del amor entendido según los diferentes niveles de consciencia. ¿Se puede medir la consciencia y reconocer si el amor recibido u ofrecido es sano o insano? La respuesta es sí, y hay diferentes teorías que la explican como la de la Pirámide de Maslow, la Dinámica espiral de Graves o la Escala de consciencia de Hawkins. Un estudio pormenorizado y unificado de estas tres teorías se puede encontrar en mi libro El viaje del ego hacia la consciencia (Arcopress, 2019).

El amor vivido desde el ego puede ser causante de mucho estrés, el amor vivido desde la consciencia lo es menos y el que se llega a vivir desde el alma no implica estrés alguno. Ahora bien, si el amor puede ser causante de estrés, ¿cómo va a ser al mismo tiempo la cura para el estrés? Parece difícil responder a esta pregunta. Se puede entender que para personas que viven en los mismos niveles de consciencia, el amor es de la misma naturaleza y que, por ello, no les resulta subjetivamente estresante o lo tienen normalizado, pero dos personas que viven en niveles de consciencia muy diferenciados tendrán problemas a la hora de entenderse en el lenguaje del amor. Veamos un ejemplo. En un nivel de consciencia de supervivencia o protección de la Pirámide de Maslow, el amor posesivo, sobreprotector o sufridor es lo normal y lo deseable, mientras que en un nivel de consciencia más amplio de pertenencia, reconocimiento o autorrealización el amor se basa en la libertad del otro. Para una persona en este nivel de consciencia más amplio el amor posesivo, sobreprotector o sufridor le parecerá oprimente, mientras que para el nivel de consciencia más básico el amor de los niveles de consciencia más amplios le parecerán insustanciales, insulsos o vacíos. Estas personas no se entenderán en el amor, porque cada una necesita un modelo diferente y, aunque estemos hablando del sentimiento del amor, potencialmente tan sanador, en este caso puede llegar a ser un factor importante de estrés. Esto se puede dar en relaciones de pareja, fraternales, de familia o de amistad. Así que el amor, como opción sana para protegerse del miedo y vivir en la serenidad y la evolución, parece que tiene más complicación de la que se podría esperar.[7]

¿Por dónde empezar para conectarse con un sentimiento de amor sano y sanador? Hay muchas maneras de acercarse a un amor sano. Dos son las respuestas que ofrecemos en este texto: 1. en la infancia, 2. por uno/a mismo/a. Es decir, que la relación con un amor sano comienza desde el nacimiento y ha de estar centrada en aprender a amarse a uno mismo o una misma de manera equilibrada y sana. Este aprendizaje comienza en el seno de la familia. Padres, abuelos y abuelas, hermanos y hermanas son las personas que primero marcan los aprendizajes en torno al amor para el recién nacido y el niño y niña pequeños. No hay que olvidar que entre los cero y los seis años se escribe el noventa por ciento del libro de instrucciones emocional de una persona y hasta los diez años se configura el noventa y cinco por ciento de ese libro interior e inconsciente en su mayor parte.

Si bien el eje hipotálamo-hipófisis-glándulas suprarrenales (HPA) es instintivo y el cerebro nace con esa programación como herramienta de protección, el aprendizaje en torno al amor es algo que se adquiere gracias a la educación que se recibe, sobre todo, por el ejemplo recibido de los padres y familia cercana, ya que el cerebro del niño/a, hasta los seis años, aprende fundamentalmente por observación e imitación de su entorno inmediato. Toda esta información en torno al amor se va grabando en el inconsciente y creando los programas emocionales y mentales (inconscientes, involuntarios y automáticos) que definirán la manera en que el niño/a se relacione consigo mismo, con los demás y con la vida. ¡Y todo esto tiene mucho que ver con cómo se vive el estrés! Y también con la manera que las personas tienen de relacionarse con el entorno en modo de protección o en modo de evolución, es decir, utilizando al ego o a la consciencia para vivir en su día a día. Pero esta ya es otra historia.

José Antonio Sande Mtnez.

Terapeuta emocional

Centro Noray Terapia

[1] La biología de la creencia, Bruce H. Lipton, pág. 252.

[2] Páginas 253-254.

[3] Páginas 254-255.

[4] Páginas 257-258.

[5] Páginas 265-266.

[6] Páginas 268-270

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