Dos mujeres cuya edad pasa de los cincuenta años caminan la una hacia la otra por la misma acera. Una de ellas cree reconocer a la otra.

  • ¿Julia?, ¿eres tú?
  • Sí, pero…, perdona…, es que no te reconozco, ¿nos conocemos?
  • ¡Pero Julia, si soy Margarita!
  • ¡Margarita!, ¡madre mía!, ¡cuánto tiempo sin verte!

Las dos mujeres habían sido compañeras y amigas en los tiempos de la universidad, cuando las dos estudiaban magisterio. De eso hacía treinta años.

«Se notaba que esa alegría era superficial…»

Sorprendidas y contentas de haberse reencontrado deciden acercarse a una cafetería y charlar un rato, ponerse al día de sus vidas y de cómo habían pasado todos estos años. Vistas desde fuera había una gran diferencia entre ambas. Julia desprendía una energía especial, de seguridad y fuerza. Su espalda mostraba una rectitud y una elegancia que llamaban la atención y su porte era el de una persona satisfecha y contenta con su vida. Irradiaba una luz especial. En contraste, Margarita parecía encogida, sin brillo ni energía. Su expresión daba la sensación de triste, incluso con un matiz de amargura o decepción. Aunque se alegraba de haberse encontrado con Julia, se notaba que esa alegría era superficial y que, como de fondo, irradiaba un halo de insatisfacción que restaba brillo y prestancia a su presencia.

  • ¡Ay Julia!, estás mejor que en los tiempos de la universidad.
  • Sí, bueno, me cuido…
  • Ya, pero…, es que tienes una especie de luz que antes no tenías.
  • La verdad es que alguna vez me lo han dicho…
  • Pues créetelo, porque se nota nada más verte. ¿Usas una crema especial, tomas algún complejo vitamínico? Anda Julia, dime la verdad, ¿qué tomas?
  • ¿Quieres que te diga lo que tomo?, ¿seguro?
  • Sí, dímelo, porque ahora mismo voy a la farmacia y me lo compro…

Julia miró directamente a los ojos de Margarita. La miró con tal intensidad y profundidad que parecía como si quisiera llegar a tocar a su alma. Una sonrisa se esbozó en su rostro y, con una mirada llena de cariño le dijo:

  • Margarita…, tomo decisiones.

He versionado esta historia, que probablemente muchos y muchas conozcáis, para ejemplificar el tema del que quiero hablaros hoy: la relación entre cómo acontece la vida y las decisiones que se toman.

Paciente tras paciente, las personas van pasando por la consulta y hay un patrón que se repite a menudo: situaciones problemáticas, angustiosas o estresantes que se producen por no haber tomado decisiones, al menos por no haberlas tomado en tiempo y forma. Como ya he explicado en otros textos y en alguno de mis libros (El viaje del ego hacia la consciencia, Editorial Arcopress), hay cuatro momentos para tomar las decisiones: oportunidad, necesidad, urgencia y ruptura o crisis. Los dos primeros momentos (oportunidad y necesidad) son sanos, mientras que el tercer y el cuarto momento (urgencia y crisis o ruptura) son insanos.

A menudo, cuando va mal en la vida, no es porque las cosas se han torcido de repente, sino porque se han ido torciendo paulatinamente, de modo que se llega a pensar “si esto ya se veía venir”. Hay un dicho que refleja claramente esta situación: “De aquellos polvos vienen estos lodos”. Pero… ¿por qué no se evitó la situación cuando comenzaba, en lugar de dejar que empeorase? La respuesta ni es sencilla, ni es la misma para todas las personas.

Hay veces que uno no ve venir las cosas, aunque desde fuera sea evidente que se está cometiendo un error. Esta ceguera puede deberse a múltiples factores pero, la mayoría de las veces, tiene que ver con aspectos emocionales que impiden o mediatizan una visión clara de las situaciones. Ya sabéis que la programación emocional de una persona tiene aspectos, unos sanos y otros insanos y que, de media, es consciente en un 3-7 % e inconsciente en un 93-97 %. En otras ocasiones, lo que impide que la persona tome las decisiones necesarias puede ser el miedo: miedo a equivocarse, a desapegarse, a provocar dolor en otras personas, a “qué van a decir o pensar” y otros miedos que, en el fondo, no dejan de ser instrucciones emocionales.

“Vivir una vida que no se desea vivir, puede ser una enfermedad de la que se puede morir”.

Para tomar decisiones, entonces, sería necesario cambiar parte de ese manual de instrucciones interno que limita. Pero no siempre hay tiempo para ello, ya que un proceso de sanación y transformación de esta índole requiere un trabajo interior de meses. Entre otras, hay una estrategia que puede ayudar a salvar el momento y puentear la situación, se trata de hacerse la siguiente pregunta: “¿Si no tuviese miedo, qué haría?” Y atreverse a hacerlo, puesto que la pregunta, para lo que ha servido, es para saltarse mentalmente la barrera emocional y enfocar la atención en lo que se haría de no estar limitado por el miedo. Ahora bien, hacerse la pregunta sin después hacerle caso a la respuesta acaba por invalidar la eficacia de la estrategia. Si se hace la pregunta, hay que tomar el camino señalado por la respuesta.

Este tomar decisiones, a pesar de los miedos y los programas emocionales limitantes, es lo que hace que las personas transiten la vida de una manera diferente, constructiva y enriquecedora, siempre que se mantenga la actitud de aprender de los errores para evitar cometerlos en la siguiente ocasión.

Sin embargo, la sociedad no promueve estas estrategias ni estas actitudes. Al contrario, con sus creencias, tradiciones, costumbres y dinámicas, hay ocasiones en las que promueve el miedo, la parálisis, la represión y, con ello, la mala salud, pues las personas no se atreven a vivir sus vidas como les gustaría y lo hacen en función de parámetros familiares, sociales, culturales, religiosos, etc., que no siempre resultan sanos ni conscientes. Carl Gustav Jung afirmaba que “vivir una vida que no se desea vivir, puede ser una enfermedad de la que se puede morir”. Pero, antes de llegar a ese momento definitivo, las personas somatizan, es decir, llegan al punto en que su cuerpo (soma) expresa el desequilibrio y el malestar de su mente (psique). Este somatizar es lo que la medicina convencional considera como enfermedad, pero que en el caso de las Terapias Naturales en general y de la Terapia Floral en particular (como pensaba Edward Bach, creador de las Flores de Bach) la enfermedad es el reflejo de un conflicto entre la mente y el alma.

Cuando las personas enferman, la sociedad ofrece la solución de tomar medicinas, es decir, sustancias químicas, a veces naturales y otras creadas en laboratorios, que sirven, en muchas ocasiones, para un alivio sintomático de la enfermedad. Pero antes de llegar a la somatización, hay ocasiones en las que la persona ha tenido la oportunidad de enfocar su atención en la situación y valorar si la manera en la que la estaba afrontando era la más sana y/o resolutiva. Es en este punto en el que es posible tomar decisiones que van a resolver la situación, aunque ello resulte doloroso. Si no se hace así, es cuando, pasado un tiempo, la situación ha degenerado tanto o se ha enquistado de tal manera que el cuerpo acaba activando la voz de alarma que son las somatizaciones. Y aquí es cuando el sistema ofrece pastillas y las personas las demandan para tratar de apagar las alarmas en lugar de afrontar la situación de fondo que las ha activado, resolverla y apagar las alarmas de manera verdadera.

Repito lo que Julia le contestó a Margarita:

  • ¿Quieres que te diga lo que tomo?, ¿seguro?
  • Sí, dímelo, porque ahora mismo voy a la farmacia y me lo compro…
  • Margarita…, tomo decisiones.

 

José Antonio Sande Martínez

Terapeuta floral y emocional

Noray Terapia Floral

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