Un alumno, Gracian, ha llegado a clase con el conocido libro El Poder del ahora, y ha afirmado entre pesaroso y enfadado: “¡Yo no vivo en el presente!”. Pero… ¿qué significa eso de vivir en el presente?, porque es una cuestión que, a veces, resulta difícil de entender ya que, entre otras razones, el tiempo es un concepto abstracto que no todo el mundo entiende, vive o percibe de la misma manera.

Hablemos del tiempo, de los tiempos y de experimentarlos en nuestra existencia.

Para empezar hay que aclarar que lo que mide el reloj, ese medidor del tiempo, es una convención social (inventada) que utiliza la mayor parte de la población mundial, pero no toda, ya que no en todo el planeta se utilizan esas máquinas que miden el transcurso del día en unidades de horas, minutos y segundos. Por otro lado no hace muchos años que la ciencia ha descubierto que el tiempo es un proceso neuroquímico, que se asienta en zonas concretas del cerebro y que no todas las personas viven el transcurrir de dicha dimensión de la misma manera, del mismo modo que una persona puede percibir una distancia de mil metros como muy grande y otra como corta en función de parámetros como la costumbre, la fortaleza física o la recompensa a conseguir.

También es cierto que el tiempo es una cuestión de consciencia ya que, cuanto más amplio y profundo es el nivel de consciencia de la persona, más vive en presente y menos en pasado o futuro. De hecho, solamente uno de esos tres tiempos es real, los otros dos son creados y sustentados por procesos cerebrales como la memoria, el lenguaje, la proyección, la imaginación o por emociones y sentimientos como el amor y el odio, el resentimiento, el deseo, las expectativas, el miedo, etc. Así que resulta que el tiempo no es algo tan absoluto como parece en el día a día, en esas veinticuatro horas (llamadas día) que son las unidades de tiempo en el quehacer cotidiano: levantarse, desayunar, asearse, estudiar, trabajar, comer, ver la tele, hacer las tareas domésticas, lavar el coche, hacer la compra… Cuántas veces hemos dicho u oído eso de que “¡El día sólo tiene veinticuatro horas, me falta tiempo!”, ¿tiempo para qué?, ¿dónde se consigue ese tiempo?, ¿quién lo vende?, ¿quién lo compra? (¿quién nos lo roba?).

Este tiempo del que tanto nos quejamos, que tanto perdemos y tanto anhelamos es una dimensión en la que habita la persona que existe en los estadios ego y consciencia + ego, más allá de estos dos estadios el tiempo no es una dimensión, deja de existir tal y como lo entendemos habitualmente, del mismo modo que para una persona que pudiese moverse a la velocidad de la luz la distancia entre dos puntos prácticamente no existiría. Podría estar en la Tierra y en menos de lo que se tarda en pensarlo podría estar en la Luna (1,28 segundos).

Como ya expliqué en anteriores textos y en mi libro El viaje del ego hacia la consciencia, el ego, como constructo psíquico de supervivencia, vive hacia el pasado y hacia el futuro. Quizás esto tenga que ver con el hecho de que la supervivencia requiere memoria de lo sucedido y control de lo que va a suceder. Mientras que la consciencia vive en el aquí y ahora como único momento en el que la vida está en presencia presente. De este modo, el tiempo para la consciencia no es otra cosa que el instante en el que se es, mientras que el pasado es la suma de instantes en los que se ha sido (y sobrevivido) y el futuro la suma de instantes en los que se será (o no, de ahí la presencia del ego para garantizar dicha supervivencia).

Cuando la persona vive un porcentaje de su existencia cotidiana en el pasado, pensando, rememorando, recordando, quejándose, regocijándose, etc. está alimentando a su ego. Del mismo modo sucede si se proyecta al futuro como medio de control, fantasía, ambición, anhelo, etc. Este no estar aquí ni ahora no es ni negativo ni positivo, es una manera de estar en la vida, pero no es presencia presente; prácticamente a todo el mundo le sucede y forma parte de la naturaleza humana. Sin embargo, vivir mental y/o emocionalmente, sea en el pasado o sea en el futuro, priva a la persona de ese estado de consciencia en el que la conexión con la realidad interna y externa es plena, en el que ni la mente ni las emociones ni los sentimientos están enfocados en algo que no es lo que es en cada instante, en cada respiración, en cada latido del corazón y en cada impulso neuroquímico del cerebro. Este estado de atención plena, activa, volitiva, presente, conecta el Ser Interior con la existencia, con el instante, con el Todo que sólo puede ser percibido aquí y ahora.

Para llegar a este estado se puede recurrir a sustancias que alteren la consciencia, también puede lograrse a través de estados meditativos y de relajación, en momentos de alta concentración, en situaciones de riesgo extremo en las que el cerebro alcanza niveles de atención muy elevada, en estado de conexión con el AMOR y también puede vivirse como algo cotidiano en el momento en el que la persona logra estar en atención consciente y en consciencia, dejando de lado, al menos temporalmente, al ego. De este modo, viviendo en consciencia, no queda otra opción que estar en presencia presente, el tiempo se difumina, su densidad cambia, pareciera que cada día es eterno y, al mismo tiempo, un instante apenas medible. La dimensión temporal desaparece como un recorrido a transitar y se convierte en un estado que precisa ser llenado de vida, de atención, de consciencia. Pareciera que todo se hace más lento y, sin embargo, da tiempo a hacer más y mejor. Las prisas desaparecen, el tiempo se estira como un chicle y en ese espacio de tiempo cabe más que cuando se vive deprisa, intentando ganarle tiempo al tiempo.

Y si el tiempo no existe, o se estira tanto que no se puede ver ni el principio ni el fin, ¿cómo se usa?, ¿cómo se vive? Supongo que la respuesta será muy personal, yo sólo puedo hablar de mi experiencia. Pareciera que cada día es una vida entera. Que al atardecer la mañana queda tan lejos como un horizonte lejano, que ha transcurrido una existencia completa y, sin embargo, no necesariamente agotadora. El ayer es el año anterior, el mañana no existe salvo en la agenda, ya que el pensamiento no se proyecta o lo hace mucho menos. Aquí y ahora es un solo instante, el plazo de una respiración o un latido del corazón y, tras ese instante, surge uno nuevo que se sumará a los anteriores en un suceder que no entiende de memoria ni de proyección, que no entiende de recuerdo ni de miedo ni de anhelo. Ahora bien, el ego reclama también su cuota de existencia, por lo que este estado, al menos en mi experiencia, no es un continuo, sino que se da durante minutos u horas y es interrumpido por la percepción temporal egoica, lo que, en realidad, permite la toma de conciencia de ambos estados y comprender la diferencia que hay entre ambos.

Aunque sea difícil de aceptar, el tiempo es una dimensión de la existencia vinculada a los niveles de existencia y a los estados de consciencia que la persona experimenta, sea puntualmente o sea de manera habitual y constante. Es por ello que no se puede tomar el tiempo como una unidad o medida absoluta. En la película Lucy, protagonizada por Scarlett Johansson y Morgan Freeman y dirigida por el visionario director de cine francés Luc Besson, Lucy dice a un grupo de científicos: “el tiempo es la única y verdadera unidad de medida, es la prueba de la existencia y de la materia, sin el tiempo no existiríamos”, y tiene razón, porque el tiempo es la unidad de medida de la existencia humana egoica, sin embargo, la existencia espiritual trasciende el tiempo, no necesita dicha dimensión para existir. Por eso en ocasiones le digo a mis alumnas y alumnos que el tiempo es la sangre de la vida humana, y ahora añado, pero no de la vida espiritual. En el momento en que trascendemos nuestra humanidad egoica el tiempo deja de ser necesario, desaparece, porque igual que el plano espiritual no necesita sangre para subsistir, tampoco necesita el tiempo para existir.

Espero que este texto pueda aclarar un poco la cuestión del tiempo y cómo, cada persona, puede experimentarlo de una manera completamente diferente. Con eso me doy por satisfecho.

José A. Sande Martínez

Noray Terapia Floral31

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