Escribo este artículo a petición de uno de mis más queridos amigos, Roberto. Uno de esos amigos que tiran la piedra y esconden la mano, según él siempre para mi bien, por eso escribo su nombre, para que aceptéis su amistad cuando se presente ante vosotras/os… si tenéis valor para ello. Este mi amigo gusta de filosofar como si fuese un ejercicio banal y me suelta comentarios como: “tú lo que quieres escribir es un libro sobre niños”, y como sabe tocar los códigos resulta que tres años después tengo escrito ese libro. Ahora se trata de este artículo. Temo sus siguientes ocurrencias.

Empezar por el principio siempre me ha servido para llegar al final de manera ordenada. Aunque hay quien piensa que es demasiado aburrido no voy a perder esta efectiva costumbre. Hablemos de significados, abro mi querido Diccionario de uso del español María Moliner.

Quejar: Proferir gritos o sonidos con los que se muestra dolor físico o padecimiento moral. Manifestar sentimiento, disgusto o disconformidad con algo o alguien.

Protestar: Manifestar alguien que una cosa que se le hace o se le da no es como debe de ser. Manifestar oposición a una cosa por considerarla ilegal, falsa o ilegítima.

Aunque en una primera lectura pudiera parecer que son dos conceptos similares, desde el punto de vista emocional el lugar del que nace cada una de estas acciones es diferente, y no menos diferente es su efecto para la propia persona y el entorno.

La queja contra algo siempre me ha dado la impresión de que se hace como no queriendo que salga del todo, como para que me escuchen pero no, como que lo digo para adentro y para afuera al mismo tiempo. Es más una manifestación de rechazo que un intento de cambiar las cosas. Me quejo pero cuando se pasa la molestia ya no le echo cuentas. Sin embargo, la protesta nace de otro lugar y con otra intención de fondo. Va dirigida al exterior, quiere ser escuchada y que sirva para cambiar algo. Valga como ejemplo la siguiente situación real que viví hace unos años: en un restaurante italiano de Granada entramos a comer un grupo de formación de Terapia Floral. Cada persona pidió su plato y alguna que otra ensalada para compartir. Todo resultó un desastre. Tardaron muchísimo en servir los platos, las ensaladas llevaban trozos de lechuga con los bordes casi podridos, las pizzas llegaron frías y la pasta estaba muy pasada. En ese momento varios de los comensales iniciaron una serie de quejas expresando su malestar. Aún así pedimos la cuenta y nos disponíamos a pagar religiosamente cuando, al revisar la cuenta, resulta que nos estaban cobrando de más, un buen pellizco por cierto. Llegado este punto solicitamos la Hoja de reclamaciones e hicimos una protesta formal y por escrito, con la esperanza de que sirviese para que mejorasen su funcionamiento.

La primera acción fue, simplemente, una expresión de malestar, un dejar salir el fastidio emocional creado por la situación. Si no hubiese habido problemas con la cuenta se hubiese quedado ahí, sin más.
La segunda acción incluía una intención de cambiar las cosas, de hacer notar una serie de carencias que nos parecían inadmisibles. La queja fue espontánea, ofrecida a todos y a nadie, sin intenciones más allá de la propia expresión en sí misma, la protesta tenía un componente meditado, una intención. Quizás éstas sean algunas de las diferencias entre ambas acciones.

Queja y protesta tienen, además, efectos internos sobre la persona, por ejemplo sobre su emocionalidad, su neuroquímica y su sistema inmunológico. La queja puede ser una reacción espontánea, inevitable frente a una situación desagradable o rechazada, sin embargo hay personas que, sin darse cuenta, normalizan este estado y llegan a vivir en una actitud vital de queja. No digo que no haya motivos para ello: nos roban los ladrones, los bancos y el estado; nos cobran por aparcar en las calles que se han pagado con nuestros impuestos; se llevan hasta el 70% de nuestras ganancias en impuestos directos e indirectos; la vecina habla por el móvil con el altavoz puesto y asomada a la ventana; la acera está llena de cacas de perros/as, aunque a veces son de tal tamaño que parecen de sus dueños… ¡Claro que hay motivos para quejarse! El problema, entre otros, es que cada queja es percibida por el cuerpo a nivel neuroquímico como una situación potencialmente peligrosa, en la que la lucha o la huida son las dos opciones posibles. Esto hace que suban los niveles de cortisol, una hormona vinculada al estrés que, en pequeñas dosis tiene sus funciones en el organismo pero que en grandes dosis acaba por perjudicar con consecuencias como: “presión arterial elevada, depresión o ansiedad, problemas digestivos, enfermedades cardíacas, alteraciones en el sueño, aumento de peso, deshidratación y envejecimiento de la piel prematuro. Además, es posible que las mujeres que desarrollan este hábito lleguen a tener períodos irregulares, un excesivo crecimiento de vello facial, así como un menor deseo sexual (lo que también puede darse en hombres)”. Fuente de esta información: https://salud.uncomo.com/articulo/causas-y-sintoma

Con estos efectos y otros como debilitamiento del sistema inmunitario o la creación de programas emocionales y mentales relacionados con el pesimismo, la frustración, la negatividad, la amargura, el miedo o la no aceptación, la queja se convierte en un parásito emocional y mental que obliga a la persona a engancharse al malestar permanente, a buscar aquello que le molesta para poder sentirse mal y expresarlo. Y si alguien busca motivos para quejarse… los encuentra a cada paso. En este momento es cuando llega la tópica pregunta de la persona quejicosa: “¿Y entonces qué tengo que hacer…?, ¿callarme?”. ¿Y qué responder ante tan aplastante lógica? Si me preguntan a mí tengo dos recursos para que la queja transcurra por cauces más sanos que el del cortisol (aunque no siempre se logre): la protesta y el arco del triunfo.

Siempre he dicho que la queja es el recurso del que no quiere cambiar las cosas. Por oposición, la protesta es la acción del que quiere que las cosas cambien. Para eso está la protesta, la acción de manifestar el desacuerdo y el fastidio por algo no como una reacción inmediata, instintiva o explosiva contra ello, sino como una acción premeditada, intencionada y dirigida con consciencia para conseguir un cambio. Aquí ha cambiado la reacción por la acción, el desde dónde es diferente, la intención también y los efectos emocionales, mentales, hormonales y neuroquímicos sobre el cuerpo son diferentes. No se parte de una respuesta instintiva de lucha o de huida. Esto que implica menos cortisol, menos adrenalina, menos estrés y menos actitud interna de malestar. Con la protesta se da posicionamiento, intención, dirección, solución, se intenta que algo cambie y se dirige la energía hacia ese algo. Otra cuestión será que se consiga o no. Sin embargo, los efectos sobre el organismo son diferentes. La otra opción es lo que en un artículo anterior llamé “la terapia el Arco del Triunfo”, que es aprender a pasarse por el arco del triunfo (por los “mismísimos”) muchas de las cuestiones que cada persona siente que le molestan o le afectan. Recomiendo por ello la lectura de este artículo.

La queja es un alimento del ego, uno de los muchos que utiliza para seguir creciendo e impedir que la consciencia encuentre su lugar en la persona. El ego es astuto y muy comilón, siempre encuentra la manera de dirigir a la mente hacia aquello que le dé de comer, y la queja y la crítica son dos alimentos muy sabrosos y apetecibles. La consciencia, ese otro motor interno, no gusta de la queja sino de la protesta, de la acción para el cambio y del uso sano del arco del triunfo. La queja acaba por paralizar a la persona, que se conforma con la expresión sin la acción, la protesta es movilizadora, impulsa a luchar por los cambios, permite salir de la zona de confort y ampliar la vida, aunque para ello haga falta poner en marcha la fuerza de voluntad consciente. Para terminar te propongo un ejercicio práctico: intenta pasar una tarde entera de interacción social sin realizar una sola queja ni crítica, ni siquiera aparentemente positivas, quizás esto te dé la medida de cuánto alimento se le puede llegar a dar al ego y cuanto cortisol al cuerpo. Este ejercicio te puede servir para desarrollar la atención y la consciencia sobre tus procesos emocionales y mentales y darte cuenta de que, al fin y al cabo, todos somos almas en proceso.

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